Un día soleado y caluroso del verano nicaragüense,
despertaba con las más desesperadas ansias de que sucediera lo que había estado
esperando por más de un año. Despertaba con una emoción exorbitante que
desgranaba mi alma como espiga de trigo antes de convertirse en pan, mas se
escondía un profundo sentimiento leve, pero constante, de temor, inseguridad y
la gran interrogante de saber si hacía o no lo correcto.
Siete en punto marcaba el despertador.
El corazón latía cada vez más con desespero. Mi abuela, que desde temprano se
había levantado para preparar el desayuno y a sintonizar las infaltables
noticias matutinas en la radio a las cinco y media en punto, tocaba ya a la
puerta de mi habitación para decirme, o más bien gritarme, que ya se nos hacía
la hora.
En la ducha, cada gota de agua rebotaba
en mi cabeza como fuertes sonidos de un bombo que se acompasaban con los
latidos resonantes de mi corazón. Mi mente: fría, silenciosa, tímida y callada.
Apenas tomé cuatro sorbos de mi café e hice la mueca de que desayunaba.
La maleta estaba hecha, tenía que
partir.
Me esperaba un destino incierto, noches
templadas, solitarias y vacías, o quizá un porvenir envidiable, lleno de
saberes cósmicos y experiencias invaluables. No lo sabía. Cada luz de cada
semáforo indicaba menos tiempo en casa, menos segundos de saborear el ambiente
cálido de la familia, el amanecer incomparable de la rutina cotidiana y las
largas caminatas que formaban parte de mi diario. Era una decisión tomada. Mis
ojos brillaban.
No en vano soy hijo de mi madre, quizá
el más semejante a su forma de ser, que con el mínimo detalle lloramos, ya sea
por felicidad, por tristeza, por incertidumbre o nostalgia, por desesperanza o
a veces simplemente por capricho. En esta ocasión las lágrimas caían por
emoción, por el infantil sentimiento de empezar una nueva empresa, un nuevo
camino. Lo dejaba todo por creer y querer obtenerlo todo. Ese era el verdadero
intercambio.
El camino de casa hacia mi destino era
lejano, empezaba a impacientarme. Y es que la impaciencia, aunque muy mala, a
veces llega a ser inevitable. Y cuando al fin llegamos, me esperaba el que para
mí sería el hogar de por vida, la escuela del alma y el trabajo de siempre. Una
cabaña humilde, pero llena de sabiduría. Un pueblo sufrido, pero erguido. Una
nueva familia.
Empuñé la manigueta negra que abría la
puerta del vehículo, estiré el pie derecho para no mojarme con el charco que la
lluvia había hecho justo en el sitio del estacionamiento, abrí el maletero y
saqué mis pertenencias. Eso significó la total despedida de mi casa. Nos
recibieron y, aunque las pláticas eran amenas, yo sólo asentía o me reía por
protocolo, mi cuerpo estaba con ellos, pero mi mente divagaba por otros mundos.
Estaba, pero no estaba.
Al concluir el rato, debía despedirme de
mi abuela que, para evitarse la oscuridad de la noche o cualquier otro
imprevisto, prefirió emprender viaje temprano aquella vez. Quizá quería desprenderse
rápido del sinsabor de la despedida. Entre pocas palabras, entre un “se me
cuida oyó” y un “ahí nos vemos”, un abrazo y un beso, sucedería la total y
definitiva despedida de aquel tan esperado día. Y así culminaba ésta etapa,
ansiada y temida por mí, por los encuentros emocionales y las vivencias
inexperimentadas.
Llovió y lloré.
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