sábado, 18 de julio de 2015

Patria libre o morir

Revolución Popular Sandinista, 19 de julio de 1979…


Fue más que una revolución, fue más que un movimiento libertario, fue más que el derrocamiento de un dictador sanguinario, fue más que una guerrilla. Fue la lección campesina antiimperialista, fue un pensamiento que se apoderó de una nación. Ideas de soberanía concebidas y materializadas en el pueblo, en el campesinado, en el proletariado, en el pobre. Fue un espíritu luchador que se impuso para sembrar la armonía transversal en una sociedad hastiada. Esa sociedad que por más de cuarenta años consecutivos sufriría de represión, esclavitud y muchas limitaciones más bien culturales, políticas e ideológicas que de otro tipo.

 Fue un verdadero resurgir de una nación completa, fue el triunfo de David frente a Goliat, fue el ejemplo heroico que llevaría a Nicaragua a los libros de historia universal. En fin, fue un hecho, fue un canto, fue un nombre: Sandino. Un hombre sencillo, pero líder, autor intelectual y militar de lo que constituiría posteriormente toda una cultura, una generación, un movimiento paralelo a la religión, un valiente hijo de Nicarao apodado para la posteridad como el General de hombres libres, cabeza e inspiración para muchos y quien inmortalizaría su pensamiento en una sola frase: “Yo quiero patria libre o morir”.

Hoy, a 120 años del nacimiento de Augusto C. Sandino y a 36 años del triunfo de la Revolución Popular Sandinista (o Revolución nicaragüense), el ideario, la intención y el espíritu que motivó algún día al sandinismo original, se han visto tergiversados, viciados y llevados a una expresión cínica para salvaguardar los intereses de quienes se han transformado en una idéntica imagen de los enemigos iniciales. Nicaragua se encuentra en una situación que, aunque ya ha sido experimentada en más de una ocasión a lo largo de casi 200 años como República independiente, no deja de ser totalmente funesta (o al menos para los que no se benefician de ella).

Un grupo reducido de personas en el poder, un solo Poder del Estado controlando al resto, instituciones corruptas y empresarios temerosos; violencia, torturas, atropellos contra la libertad de expresión y los Derechos Humanos; control absoluto de la toma de decisiones, negocios turbios del Gobierno y de quienes lo conforman, culto a la imagen y propaganda desmedida, discursos y palabras bonitas que al final solo son eso, palabrería, y un particular servilismo hacia países ajenos (lo que en un momento se denominaría “vende patria” o reflejos de imperialismo). Es ese el panorama en el que se encuentra el país triunfante de los dos primeros párrafos. Es en esto último en que se halla resumida aquella nación valiente que alguna vez se levantó y dijo “¡No!”.

Entonces, ¿por qué si Nicaragua ya experimentó estas escenas, insiste en repetirlas? La respuesta ciertamente se esconde en el subconsciente de cada ciudadano, de cada nicaragüense y lo único que los estudiosos de la sociología y la politología pueden ofrecer, son ciertas luces y pautas de una conducta de un colectivo en específico. No es casualidad que nuestra historia esté marcada por caudillos o “únicos”, que aspiran a ser o terminan siendo dictadores. La secuencia: elecciones democráticas-reformas constitucionales-reelecciones ilegítimas-guerra-derrocamiento, no es novedad. Desde inicios de la República con los otrora “timbucos” y “calandracas” (conservadores y liberales, respectivamente), ya se venía gestando una cultura política que se manifestaría en dos exponentes principales: José Santos Zelaya (proclamado héroe nacional) y la dinastía Somoza. 
Anastasio Somoza García y sus hijos herederos

Más allá de los datos históricos, lo que interesa es más bien desglosar el diseño cultural de la política que ha permitido éstos hechos y que al parecer tiene la intención de repetirlos. Por una parte, la indefinición ideológica de la sociedad es crucial para determinar su porvenir en la misma, hoy en día hay mucha gente en los partidos políticos sin tener mínima idea de la tendencia ideológica del mismo o peor, de su propia inclinación ideológica. La historia nos lo relata, la única diferenciación entre los conservadores y los liberales del siglo XIX era eso, el nombre y que pertenecían a dos ciudades históricamente enemigas, León y Granada. Un verdadero trasfondo ideológico en Nicaragua nunca ha existido, y cuando logró existir, allá por los años 80 del siglo pasado, se radicalizó y llevó a sus filas al fanatismo, que naturalmente desilusionaría luego al descubrirlo como una utopía.


Por otra parte, la necesidad infundada de un caudillo, de un salvavidas o la creencia de que un ser humano redentor puede curar todos los males y convertir las piedras en oro, es sumamente determinante para definir esos porqués. Cuando en la ciudadanía exista un verdadero pensamiento de trabajo arduo y se le den las condiciones para que alcance lo que persigue por medio de su esfuerzo, la figura del “superman” presidente ya no será necesaria. Asimismo, cuando se deje de estigmatizar a la política y exista una  consciencia crítica con respecto de ella, la sociedad podrá descubrir que la política la hace cada ciudadano y que ese hecho constituye el pasaporte para ir construyendo la historia de la que todos queremos formar parte. 
Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional reunida con Jorge Castañeda

Por ello, Nicaragua necesita buscar soluciones en lugar de perder el tiempo buscando culpables. Existe un enorme índice de pobreza que duplica el trabajo para quienes confiamos en un rediseño de nuestro país, pero eso no imposibilita nuestros ideales. La situación actual exige una nueva cultura ética que se contraponga a la viciada cultura política en que nos hemos venido encontrando. La nueva revolución debe ser eso, una revolución ética que construya y edifique sobre cimientos sólidos, para posteriormente trabajar en la educación y en el proyecto de país que anhelaban Sandino y todos aquellos que donaron su sangre por ésta nación formada con un pedazo de cielo.

A 36 años de la Revolución, hay más dudas que aciertos con respecto de nuestro país. Hoy en día no se puede festejar lo que encierra el sentimiento de una verdadera fiesta nacional por encontrarse monopolizada por un porcentaje minoritario de la ciudadanía y peor aún, muchos le han perdido el sentido a esta gran fiesta y la maldicen a causa de quienes se han encargado de manchar su nombre y opacar el nombre de sus héroes. Para aquellos que no podemos salir a las calles y ondear banderas que no sean del color oficialista, nos queda celebrar en secreto a través del universo paralelo de las redes, confiando en que o tendremos patria libre o moriremos.


Pedro Salvador Fonseca Herrera

jueves, 16 de julio de 2015

Memorias del pensadero

Un día soleado y caluroso del verano nicaragüense, despertaba con las más desesperadas ansias de que sucediera lo que había estado esperando por más de un año. Despertaba con una emoción exorbitante que desgranaba mi alma como espiga de trigo antes de convertirse en pan, mas se escondía un profundo sentimiento leve, pero constante, de temor, inseguridad y la gran interrogante de saber si hacía o no lo correcto.

Siete en punto marcaba el despertador. El corazón latía cada vez más con desespero. Mi abuela, que desde temprano se había levantado para preparar el desayuno y a sintonizar las infaltables noticias matutinas en la radio a las cinco y media en punto, tocaba ya a la puerta de mi habitación para decirme, o más bien gritarme, que ya se nos hacía la hora.

En la ducha, cada gota de agua rebotaba en mi cabeza como fuertes sonidos de un bombo que se acompasaban con los latidos resonantes de mi corazón. Mi mente: fría, silenciosa, tímida y callada. Apenas tomé cuatro sorbos de mi café e hice la mueca de que desayunaba.

La maleta estaba hecha, tenía que partir.

Me esperaba un destino incierto, noches templadas, solitarias y vacías, o quizá un porvenir envidiable, lleno de saberes cósmicos y experiencias invaluables. No lo sabía. Cada luz de cada semáforo indicaba menos tiempo en casa, menos segundos de saborear el ambiente cálido de la familia, el amanecer incomparable de la rutina cotidiana y las largas caminatas que formaban parte de mi diario. Era una decisión tomada. Mis ojos brillaban.

No en vano soy hijo de mi madre, quizá el más semejante a su forma de ser, que con el mínimo detalle lloramos, ya sea por felicidad, por tristeza, por incertidumbre o nostalgia, por desesperanza o a veces simplemente por capricho. En esta ocasión las lágrimas caían por emoción, por el infantil sentimiento de empezar una nueva empresa, un nuevo camino. Lo dejaba todo por creer y querer obtenerlo todo. Ese era el verdadero intercambio.

El camino de casa hacia mi destino era lejano, empezaba a impacientarme. Y es que la impaciencia, aunque muy mala, a veces llega a ser inevitable. Y cuando al fin llegamos, me esperaba el que para mí sería el hogar de por vida, la escuela del alma y el trabajo de siempre. Una cabaña humilde, pero llena de sabiduría. Un pueblo sufrido, pero erguido. Una nueva familia.

Empuñé la manigueta negra que abría la puerta del vehículo, estiré el pie derecho para no mojarme con el charco que la lluvia había hecho justo en el sitio del estacionamiento, abrí el maletero y saqué mis pertenencias. Eso significó la total despedida de mi casa. Nos recibieron y, aunque las pláticas eran amenas, yo sólo asentía o me reía por protocolo, mi cuerpo estaba con ellos, pero mi mente divagaba por otros mundos. Estaba, pero no estaba.

Al concluir el rato, debía despedirme de mi abuela que, para evitarse la oscuridad de la noche o cualquier otro imprevisto, prefirió emprender viaje temprano aquella vez. Quizá quería desprenderse rápido del sinsabor de la despedida. Entre pocas palabras, entre un “se me cuida oyó” y un “ahí nos vemos”, un abrazo y un beso, sucedería la total y definitiva despedida de aquel tan esperado día. Y así culminaba ésta etapa, ansiada y temida por mí, por los encuentros emocionales y las vivencias inexperimentadas.


Llovió y lloré.