lunes, 2 de abril de 2018

Pensamientos vagos


Nunca me había resultado tan agridulce el humo de un cigarro. En realidad, lo extraordinario radica más bien en que me empiece a parecer dulce cuando hasta hace algunos días me era completamente repugnante. Pero es que nunca me había parecido tan encantador ser compañía de cigarros y nunca me había sido tan placentera la propuesta de acompañar a alguien mientras fuma, hasta hoy. Desde que recuerdo, considerando mi asma infantil y mi total ineptitud para aprender la mala practica del vicio, fumar me ha parecido absurdo, funesto y destructivo. Y posiblemente no deje de pensar que lo sea, pero es eso justamente lo que me sorprende. Nunca lo toleré entre mis amigos y siempre me costó acostumbrarme a alguien que lo hiciera, hasta hace quince minutos.
Cuando más racional uno se cree y más seguro de sus costumbres uno se siente, viene cualquier tifón a devolverte la vulnerabilidad y a hacerte sentir humano de nuevo, por muy extraño que suene y muy sin sentido parezca. Pero es que al fin y al cabo somos humanos y es necesario recordarlo y sentirlo en la vida, aunque solo suceda un par de veces. Más allá de querer sentirnos ángeles casi perfectos o seres infalibles y excepcionales en un mundo de errores (y de gente que los comete), volver a sentirse humano es volver a asumir gustosamente, aunque duela, la realidad que nos corresponde vivir. Digo aunque duela porque ser humano duele, es un exponente ineludible de la existencia, el dolor, y al ser ineludible es que mejor conviene encontrarle el gusto.
Una ciudad que no es la propia; una casa que no es la de uno; una gente que, a pesar de ser parte de mi propia raza, tampoco es la propia; y una cama vacía, deshecha y fría que, aún siendo cómoda, tampoco va a poder llegar a sentirse jamás como de mi propiedad. Y es así como las bocanadas de tabaco quemado resultan de una discreta propuesta como de quien hace el gesto de llevarse a la boca un cigarro apoyado entre los dedos, junto a una mirada de complicidad íntima y un ademán de entera y placentera disposición. De unos ojos que te miran, que casi hablan, pero que a la vez se esfuerzan por no ser descubiertos; que esconden una vida que parece ocultarse entre el silencio, un escudo de soledad auto impuesto y los chubascos de humo de cigarro, uno tras otro, día con día; chubascos que se transforman en el mejor perfume jamás anhelado.
Cuánto misterio esconden tan humanos y profanos gestos como de quien divaga, quien grita por dentro, te evita con los ojos, pero se presta apacible y temeroso de decir todo aquello que siente y piensa. Nada más duro que fingir desprecio e inercia cuando las almas brincan de emociones y en su lugar conviene más reprimirlas. Todos los cristos tienen sus cruces y nadie conoce enteramente sus via crucis, pero al final no resta más que conformarse con el humo del tabaco, la conversación protocolaria o el valor incalcublable del silencio. Dos almas no encuentran el clímax de la intimidad si no es escarbando en las profundas y valiosas rocas del silencio. Silencio bruto, maleable y pesado, como el oro producto de las condiciones extremas del núcelo colapsante de las supernovas, a través del tiempo y en el espacio. Y es ahí donde resulta más poderoso callar y dejar que mi silencio hable y dejarte hablar en el silencio tuyo.

Escrito en el último vagón de la línea amarilla del metro, después de un lunes vacío.

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