A menudo nos encontramos en la penosa
situación de querer avanzar, de no detenerse, de seguir e ir más y más rápido.
Nos preocupamos sobremanera por terminar lo que a veces ni siquiera hemos
empezado. Queremos progresar a cualquier costo y terminar una etapa aunque
implique quemarla, como si el sistema no nos impusiera ya demasiadas normas
absurdas. Esa es nuestra vida, la vida que se resume en pequeñas circunstancias
y que con cada parpadear se va perdiendo en la nada de nuestra existencia.
Nacemos, balbuceamos nuestras primeras
palabras, aprendemos a caminar, golpe tras golpe, caída tras caída, cuando de
pronto estamos estrenando uniforme de colegio para ir al kínder y nos ponemos -un
ratito después- el uniforme más elegante que tengamos para ir a recibir nuestro
diploma al dejar, por fin, la secundaria. Ojalá y todo este lío fuera tan
rápido, pensaremos muchos. Ojalá vivirlo fuera como contarlo, luchando contra
el reloj, contra los innumerables problemas, contra las travesuras infantiles
que podrían ir progresando a medida en que nuestra consciencia más bien va
retrocediendo.
Algunos ni siquiera hemos salido de la
secundaria cuando ya estamos viviendo una vida de adulto profesional. Otros
quizá estemos viviendo la plenitud de los cuarenta como si fuéramos aún
aquellos colegiales adolescentes. Muchos otros, tal vez, estén únicamente
sentados esperando aquello que añoraron tanto y que creyeron caería del cielo.
Y muchos otros, por circunstancias tristes de esta injusta vida, es muy posible
que con apenas 5, 8 o 10 años, ya estén viviendo, trabajando y sufriendo las
penurias comunes que nos invaden a los adultos.
Unos adelantados, otros atrasados, otros
inertes o inanimados, y muchos otros viviendo el día a día con paciencia,
confianza y prudencia, sin poner el pie izquierdo sin saber dónde se pondrá el
derecho. A veces solemos quemar etapas sin imaginarnos siquiera las
consecuencias que eso conlleva. Si estamos en la Universidad, queremos terminar
la carrera en menos tiempo para luego empezar otra, después hacer por lo menos
dos maestrías y obtener finalmente un doctorado para cuando tengamos treinta.
Nos preocupa más hacer las cosas rápido que hacerlas en tiempo, en forma y
disfrutando cada momento de cada experiencia.
Cuando en el colegio recibíamos la clase
de Educación física y se nos exigía hacer distintas pruebas, que la verdad no
sé ni qué probaban, me llamaba mucho la atención que según nuestro peso, edad,
altura, entre otros rasgos físicos, se nos asignaba tanto un período para las
pruebas de resistencia, como para las pruebas de velocidad. Lo curioso es que
para las pruebas de resistencia, cada estudiante tenía un tiempo determinado
distinto. Por ejemplo, tenían que darse 3 vueltas corriendo a un campo entero
(que cuando yo lo hacía me sentía Phileas Fogg dándole la vuelta al mundo en 80
días) en un tiempo específico, que variaba en cada estudiante según los rasgos
anteriormente mencionados. Todos corríamos, pero no todos terminábamos de dar
todas las vueltas al mismo tiempo. Y como siempre tienen que haber perdedores, en
esta prueba perdía solamente quien no completaba la prueba en el tiempo
estipulado.
Contrariamente, cuando hacíamos la
prueba de velocidad, se nos exigía correr con otro compañero, en pareja, en la
misma distancia al mismo tiempo. Como es obvio, se trataba de una prueba de
competencia de suma cero en la que siempre había un perdedor y un ganador. Las reglas
entre una prueba y la otra eran muy distintas. En una prueba solo debías
preocuparte por mantener la respiración, correr y cumplir con tu tiempo en
tiempo y forma, disfrutando cada momento del campo y de la carrera. En la
segunda, debías preocuparte por llegar primero a la meta y ganarle a tu
contrincante.
La vida ciertamente es una prueba, una
carrera, pero cada uno ha de encontrarle su sentido y ha de diferenciar bien si
se trata de una carrera de resistencia o de velocidad. En mi opinión tan
sobria, he de admitir que la vida no es más que una carrera de resistencia en
la que lo único que importa es mantenerse en pie, fuerte, en constante cambio y
con la seguridad que solo nos da la prudencia de saber qué se nos avecina y la
resiliencia para reaccionar ante los cambios próximos.
Erróneamente llegamos a interpretar que
la vida es una carrera de velocidad en la que mientras más rápido terminemos
una etapa en la vida, a pesar de no haberla disfrutado al máximo, es mejor.
Estamos constantemente buscando un contrincante con quien competir o peor, a un
semejante a quien hundir para nosotros supuestamente progresar. Es mejor hacer
lo que nos toca, en el tiempo en que nos toca, y qué mejor si nos ganamos
algunas sonrisas en el trayecto.
En la vida como carrera de resistencia,
los únicos perdedores son aquellos que no aprovecharon el tiempo que les fue
asignado para recorrer su campo. En la vida, que al final es una carrera, es
más importante descubrirse, conocer sus capacidades y emplearlas para disfrutar
del viaje. Cuando al final el profesor de Educación física suene el silbato,
habremos tenido un viaje fascinante y habremos aprovechado todo el tiempo al
máximo, por mucho o poco que fuera.
Preocupémonos pues por mantenernos
fuertes y valientes, en lugar de quemar etapas y causarnos unos malos sabores
de boca, pues la vida es más bien una carrera de resistencia, que una carrera
de velocidad. No olvidés ponerte unos deportivos cómodos, equiparte con agua y
ponerte los audífonos con buena música para la carrera.
Pedro S. Fonseca H.
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