Camila
abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y más dormido que despierto
entre pensamientos dormidos, me preguntaba por qué habría de despertarme con
tanta euforia, si sabía lo quisquilloso que soy con el sueño y mi descanso. Quizá exagere un poco, no hubo tal euforia, y Camila entró con el mayor de los
cuidados, sin embargo eso bastó para recordar que ayer había sido viernes y, que por ende, hoy sería sábado, y como estábamos en semana santa, entonces
sería sábado santo. Se me complica demasiado caer en la cuenta de las cosas
cuando recién me despierto, a veces suelo pensar que de tomar decisiones en ese
estado, sería capaz de vender incluso hasta mi alma.
Por
costumbre, ni mi familia, ni yo, hemos salido jamás durante la semana santa.
Afortunadamente Camila tampoco tenía la costumbre de salir durante estos días,
aunque tampoco hemos sido de los que van a diario a la Iglesia. Camila ha sido
católica de por vida, de padres convertidos a la Iglesia evangélica, y yo,
pues, católico por considerarlo la opción más racional, pero de muy poca
devoción, y de esos católicos rebeldes que se preguntan por todo y lo contradicen
todo. En mi país suele ser libre la mitad de la semana, y, para algunos,
incluso la semana entera. Culturalmente la gente suele viajar en familia a los
balnearios, las playas, llenándose de visitantes toda la Costa del Pacífico.
Para algunos es solo un tiempo de descanso, para otros son unos días llenos de
santidad y penitencia, y para otros es el momento idóneo para convertir el país
en una Sodoma, más de lo que ya es.
Después
de caer en la cuenta de que era sábado santo y al ver que Camila buscaba
algunas toallas en el armario, decidí despertarme. Abrí los ojos, me quedé
acostado y le di los buenos días a Camila que, al parecer, había empezado desde
temprano su jornada laboral casera. Los viernes santos tienen una
particularidad en el ambiente, capaz de introducir en una profunda reflexión a
cualquiera: cristiano, no cristiano, católico, no católico, ateo o quien fuese,
bastaba con alertar los sentidos, mirar al cielo, respirar hondo y sentir que
en el ambiente predomina algo extraordinario.
La
luna se disfraza de esplendor, ilumina las atmósferas de los enamorados,
reviste de claridad los pensamientos vagos, inspira a los poetas y consuela a
quienes velan al crucificado. El aire se torna pesado, las calles se desprenden
como después de un tornado, las iglesias se transforman en sepulcros y las
marchas fúnebres invaden la serenidad del medio. Es imposible, por más distante
de la fiesta religiosa que se esté, que no se pueda sumergir al alma en una
meditación introspectiva del ser, capaz de descubrir los porqués de la
existencia y descubrir la soledad acompañada.
No
es, por tanto, casualidad que las fechas pascuales coincidan con ese ambiente
tenue y capaz de transformar cualquier alma. Y es en eso en que (me imagino) ha
de consistir la pascua, una experiencia esclarecedora para renovar el ser, para
cambiar aquello que quizá uno no se dé ni cuenta de que hay que cambiar. Camila
solo me miraba con extrañez por la forma en que mi atención se dirigía por
completo al techo de la habitación, seguro se preguntaba si aún continuaba
dormido, pero con los ojos abiertos, como cuando soñás despierto o tu razón se
distrae de tu realidad.
Como
fanático de los cambios, siempre he pensado que nunca hay mejor tiempo de
cambio que cuando se decide cambiar, y la Pascua debiera ser ese momento de
autoevaluación en que se descubre, finalmente, qué es lo que se debe cambiar en
particular. Es de soberbios pensar que
se está del todo bien y de arrogantes decir que no hay nada qué mejorar. Tengo
un empleo que me permite funcionar a plenitud y con fascinantes experiencias a
diario; una relación estable con Camila; un hogar que ambos compartimos con
Strauss, el gato blanco de cola marrón que me recibe todos los días cuando regreso
a casa, y una rutina de vida placentera, sin quejas ni zozobras. Entonces, ¿qué
debo procurar cambiar? Ahí empezaba mi viaje por mi subconsciente cuando Camila
me preguntó si quería desayunar, apenas recuerdo haber asentido.
Atravesaba
rápidamente mi vida como una película, más el silencio en mi entorno y la calma
en mi habitación interrumpida únicamente por las entradas y salidas de Strauss,
como asegurándose de que estaba vivo, porque me encontraba tendido en la cama,
viendo al cielo y apenas respirando. No encontraba ninguna deficiencia que
necesitara de alguna revisión, no encontraba aún ningún error en mi vida, en
mis allegados, hasta que de pronto caí en el tan trillado amor y en la forma en
que se ama. Camila vivía reprochándome lo extraña que debía ser mi forma de
amar y de transmitir el amor en sus distintas expresiones. Por ocasiones
parecía una roca inerte e incapaz de expresar amor y, por otras, parecía todo
un jardinero con hierberas y azaleas por cuidar y atender.
Los
asuntos del amor, si bien son complicados, son completamente espontáneos. No
comparto la idea de expresiones uniformes de amar, ni de personas que procuran
un amor estructurado de una forma específica o prefabricada. Asimismo, repruebo
la tendencia de sobrevalorar el amor pasional o conyugal, por sobre los demás
tipos de amor, como el fraterno, el amistoso, el familiar, etc. Todas y cada
una de las formas de amar son vitales para la salud del alma y la plenitud de
la existencia. Como el aire al cuerpo y la sangre. De ahí me imagino que debió de
haber surgido la relación entre el corazón y el amor.
Siempre
he preferido a la gente que es feliz, a la que simplemente está feliz. Es
cuestión de tiempo, como todo. Quien está feliz, puede que en un determinado momento
deje de estarlo, pero quien es en realidad feliz, podrá tener altibajos, pero
jamás dejará de serlo. En ese justo momento descubrí que mi lucha diaria debía orientarse
a la búsqueda plena del “ser feliz”, en lugar de atiborrarme de momentos que
sólo habrían de garantizarme una felicidad momentánea. La pascua, vivida desde
mis zapatos, más los aires primaverales con el “vals de las flores” de
Tchaikovsky como trasfondo, habría de procurarme ese nuevo descubrimiento y me
había inspirado ese nuevo cambio en mi “perfecta” realidad.
Sobre
todo, creo, descubrí que uno puede estar llorando o atravesando un manantial de
problemas y paralelamente conservar la felicidad plena. En eso consiste la
felicidad vista desde mi microscopio. Igualmente desisto de la idea de buscar
manuales de felicidad. El único manual de felicidad es mi vida y las experiencias
que la vida misma me va permitiendo vivir.
Camila
me llamó para preparar el café, pues insistía en que a mí me quedaba mejor que
a ella. Yo en realidad lo sentía igual. Busqué mis sandalias debajo de la cama,
y salí.
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